Del Maestro Vicente Magdaleno
“Los Magdaleno somos del sur de Zacatecas. Nacimos en Villa del Refugio. Se cuenta en el pueblo que el abuelo Mauricio era dulcero y le salían los cabellos de la gorra, lo cual quiere decir que estaba rota. Me da risa al imaginarme los entiesados rizos de mi antepasado escaparse por los orificios de su prenda. Dicen que junto con una multitud se fue a pie hasta California para recoger oro de los ríos, de los cientos que iban sobrevivieron cuatro: uno de ellos era mi abuelo. ¡Gambusino incorregible!”
Con estas palabras llenas de evocación por un pasado lejano pero presente en el recuerdo del maestro Vicente Magdaleno, inició su plática en el agradable saloncito de su casa. El motivo recibir el premio Universal Nacional en Docencia en Humanidades 1988.
“Mi padre se llamaba Vicente Magdaleno Redín. Unos le decían Redín porque lo creían de origen alemán. Hombre de estatura regular, coloradote, blanco, pelado a la brosh. Hombre raro. Mariano Azuela lo pinta como un patriarca, fue floresmagonista y estuvo con él en Monterrey y con Alfonso Reyes” recuerda don Vicente. Agrega “mi padre recorrió el país. Su espíritu inquieto lo hizo en su juventud marinero. Tenía en el brazo un ancla tatuada. Después de recorrer mundo y medio regresó a su pueblo, al lado de sus hermanas, quienes les hablaban mucho de una mujer hermosa: era mi madre. La conoció y se casaron, de ahí viene la plaga de los Magdaleno”.
Respecto a su madre, el maestro Magdaleno evoca: “Mi madre era dulce, imaginativa, de esas mujeres fascinantes del siglo pasado. Mujer bonita: María Cardona.” Don Vicente Magdaleno nació en Villa del Refugio, Zacatecas, el 21 de diciembre de 1907 y recuerdo que, “los sábados y domingos nos íbamos bañaditos a la iglesia. El cuello de las camisas estaba tan almidonado que nos sangraban la piel, estaban limpias, tiesas aunque desgarradas. Puedo oír todavía los latines maravillosos de coros. Recuerdo la parroquia del pueblo, el arroyo de El laurel donde se reunía la familia y los amigos. Se enterraban gallinas hasta el cuello, se daba un palo a la gente y quien de un golpe le quitara la cabeza se podía llevar a su casa el animal, en mi infancia hubo volantines, juegos, alboroto de niños revolcándose en el polvo”.
“Cuando estalló la revolución llegamos a ver los combates librados en las calles del pueblo, los rebeldes irrumpieron en la plaza, nosotros, Mauricio y yo, vimos la matazón desde la ventana, papá puso costales de arena por toda la casa, nos traía de un lugar a otro para que no nos tocaran. ¡Hay que irse a las grandes ciudades, decía, porque las gentes del pueblo vamos a sufrir! Era un tipo un poco rudo, pero con una intuición maravillosa.”
Y ese espíritu aventurero del padre se vio reforzado por las condiciones en que se debatía el país. Y el maestro recuerda la primera emigración. “En casa no tardó en verse el acarreo de colchones, cántaros, sillas de colores, molcajetes y ollas curadas para abandonar Villa del Refugio, y así emprendimos el viaje rumbo a Aguascalientes. Papá iba a caballo y los demás en burro, sobre objetos y sarapes. Así pasamos por Calvillo hasta llegar a la ciudad de las minas. Mi padre rehizo su comercio, tuvimos que ayudarle a trabajar. ¡Sí le ayudábamos y también le “rateábamos” dulces! ¡Cosas inocentes!”