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ME ACUERDO…

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

(A Tania María de Jesús, por desatar los hilos de la memoria…)

Me acuerdo de la primera vez que vi mi propia imagen en un calendario de bolsillo, a manera de obsequio por parte de un estudio fotográfico.  

Me acuerdo que acompañaba a mi madre a las oficinas del ayuntamiento, donde mientras esperaba que le atendieran de volada, me daba vuelo paseando por los jardines, mientras esperaba el milagro de que me comprara una bolsa de galletas que allí vendía una joven monja.

Me acuerdo de la radio nocturna que ponía mi padre camino al hospital y pasar por mamá, al término de su jornada de trabajo. Del pop de Estereo Joya a la programación guapachosa de La Tropi Q, el viaje siempre llevaba una banda sonora espectacular.

Me acuerdo que, en casita, se escuchaban canciones de Alberto Cortez, María Dolores Pradera y Joan Manuel Serrat, que, secretamente, me inocularon la poesía. (Ello se nota en los primeros poemas que escribí… Hoy perdidos, ¡por fortuna!)

Me acuerdo de Las mil y una Américas, por la cual supe de la existencia de los pueblos originarios de este continente, y por medio de la imaginación (acompañando a Cris y Lon), hasta formar parte de la vida cotidiana de grandes civilizaciones, desde los olmecas y mexicas hasta los mayas y los incas. (Aquel niño de entonces nunca se imaginó volverse explorador, con el correr del tiempo, mediante la lectura y la convivencia con historiadores. Uno de ellos, llamado Miguel León-Portilla.)

Me acuerdo de las ceremonias de los lunes en la primaria, donde un esbozo de declamador y un actor en potencia se dieron vuelo, bajo los avatares del corregidor Miguel Domínguez, un cómico cantinflesco y un mini Juan José Arreola de Las Arboledas.

Me acuerdo de la sonrisa de una querida compañera, cuyo sacrosanto nombre es el sino de un recuerdo persistente, mágico y milagroso por mera agua de azar.

Me acuerdo del Álbum de México, de Luis González y González, que mi maestra inolvidable de primaria le pidió a mi hermana (cuando la tuvo en su grupo); por un descuido en la logística, no alcanzó a llenarlo, y al ver mi interés en él, me lo obsequió. Años después, la siempre inolvidable Rosalía Velázquez Estrada me dio el ejemplar de su hija Ximena, que no pasó de la primera entrega. (Gracias al sobre de su hija, llené el álbum de mi hermana.)

Me acuerdo de Armida de la Vara, autora de muchos textos del libro de Lecturas de la SEP, cuya buena impronta dejó en decenas de generaciones durante la educación primaria. (Hoy sé de su portentosa obra narrativa, y de la acuciosa lectura y corrección de los textos de su esposo, referido líneas arriba.)

Me acuerdo del Café Tokio, en San Luis Potosí, donde cené con mis abuelos paternos, a mitad de camino entre Guanajuato y Nuevo León.

Me acuerdo del juego de mesa Maratón, donde salía airoso con las preguntas relacionadas a científicos y próceres, pero embarrado en cuanto a personajes de caricaturas, películas y deportes.

Me acuerdo de una chica de la secundaria que me hacía volar bajo; irradiaba rebeldía por los cuatro costados, y ello la hacía muy atractiva. (Desde ahí, me daría cuenta de que los amores que comparten la misma colonia no suelen ser del todo halagüeños…)

Me acuerdo de mis primeros libros comprados en el súper: un diccionario español-francés, la biografía de Frida Kahlo escrita por Rauda Jamis, y El valor de educar de Fernando Savater. Mi diccionario hoy duerme un sueño indefinido junto a otros ejemplares, mientras que el volumen savaterino ocupa -con todo y autógrafo- un sitio de honor, junto a Emil Cioran e Italo Calvino. (¿Y la biografía? Easy come, easy go…)

Me acuerdo de una corbata color guinda, con estampado de rombos, que usé en la misa de generación de primaria; misma que complementó mi atuendo de preparatoriano (también de salida generacional), y que hoy día duerme el sueño de los justos, doblada y dentro de un cajón.

Me acuerdo de la filipina de enfermero que usé a modo de piyama, una vez que regresaba de la secundaria y me duchaba al mismo tiempo que veía el noticiario del canal 13.

Me acuerdo de la programación nocturna del radio, donde Memories of Green de Vangelis y Lonely shepherd de Zamfir eran la banda sonora de muchas noches de insomnio.   

Me acuerdo de la máquina de escribir Olivetti (modelo Lettera y comprada en la Tienda del ISSSTE de Lomas Verdes), con la cual mecanografié varios poemas ajenos, que reuní después, bajo la rusticidad del engargolado, en una primera antología.

Me acuerdo de la primera vez que visité la Biblioteca de México, en la Ciudadela, en cuya hemeroteca me di a la tarea de leer lo primero que encontrara; de esa ingenua curiosidad, supe de una maravillosa escritora llamada Esther Seligson, y de las raras gemas sólo reservadas a gambusinos del anaquel.

Me acuerdo de las estaciones del Instituto Mexicano de la Radio, que no dejan de acompañarme en esta vida. (De la Radio Rin de mi infancia a la señal de prueba con que nació Horizonte 108, el IMER no deja de volverse querencia radiofónica.)

Me acuerdo de Sleeping satellite de Tasmin Archer, a guisa de música de fondo cada que visitaba la Casa del Libro en Tlalnepantla; y también de mis primeros libros de poesía comprados ahí: la Poesía lírica de Sor Juana Inés de la Cruz y los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, en las ediciones de REI; Hora de junio y Práctica de vuelo de Carlos Pellicer, de Lecturas Mexicanas, y Claridad errante de Octavio Paz, en Fondo 2000.

Me acuerdo de un programa televisivo de concursos, Apantállame, donde tuve la fortuna de participar; mi presencia comprobó a cabalidad que la cultura y los espectáculos pueden convivir en franca armonía, sin prejuicios de ningún tipo.

Me acuerdo de una larga caminata -y en línea recta- desde la Calzada México-Tacuba hasta el Palacio Legislativo de San Lázaro; más que prueba de resistencia y de velocidad, fue un peregrinaje hacia la memoria y el futuro. (Nunca me imaginé volver tan pronto a aquellos lugares visitados durante ese trayecto…)

Me acuerdo de los viajes al interior del Metro, junto a mi mejor amigo de la preparatoria; sus antologías en cassette y mis lecturas de Vicente Quirarte fueron nuestras cartas de navegación.

Me acuerdo de un martes, cuando asistí a un curso sobre arquitectura en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en el marco de la exposición sobre Ricardo Legorreta; al salir de la sesión, sin pensarlo, entré a El Colegio Nacional, donde se realizó el homenaje a Beatriz de la Fuente, insigne integrante y la primera mujer en ingresar a sus filas.

Me acuerdo que asistí a las conferencias de José Emilio Pacheco, Fernando del Paso y Enrique Krauze en El Colegio Nacional. Después de mis clases en la carrera, escuchar a figuras eminentes compartir sus conocimientos afianzó mi fe en las Humanidades.

Me acuerdo de mi primer separador de libros, obsequiado por mi maestra inolvidable, cuyo pensamiento allí impreso se resume en una sola palabra: especial. (A partir de ahí, persiste una interesante colección…)

Me acuerdo del billete de Lotería Nacional alusivo a los 40 años de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, que compré para subirme al tren de las dinámicas en redes sociales para ganarme un paquete de libros. (No tuve suerte con aquel obsequio, pero obtuve a cambio la satisfacción de participar en los videos conmemorativos… y un doble reintegro en el expendio aledaño a la FES Acatlán, que se volvió reintegro en bucle con el correr de las semanas.)

Me acuerdo de las (únicas) dos canciones que me fueron dedicadas: A quien decidiste amar de Sandoval, y Ordinary world de Duran Duran.

Me acuerdo de que Georges Perec, Joe Brainard, Marcello Mastroianni y Margo Glantz tienen textos similares bajo el ritornelo de la frase “Me acuerdo…”, a quienes suscribo en intención como en invención.

Me acuerdo de aquella compañera de la preparatoria, que confió ciegamente en un aprendiz de escritor (obnubilado, en ese entonces, por la osadía de la juventud), y que, pese a diferencias irreconciliables, sigue como lectora a distancia de estas líneas.

Al final del día, siempre habrá algo que se vuelva digno de acordarse, de volver a aquel instante que nos dio destino y sentido, donde, después de todo, sigue más que vigente aquella sentencia proferida por Elena Garro en Los recuerdos del porvenir: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”.

@Cliobabelis

EXTRAÑEZAS Y EXTRAÑAMIENTOS

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

(A Rocío Paulina, hoy en su cumpleaños…)

 

Extraño aquel radio despertador (comprado por mis padres en su viaje de bodas a La Paz) que llenaba de sorpresas y de alegría tanto las desmañanadas rumbo a la escuela primaria como los desvelos dominicales, donde La Hora Nacional daba lecciones de historia y de civismo.

Extraño las escapadas al cine Ópera con mi padre, luego de acompañarlo a sus reuniones del sindicato en Serapio Rendón; dentro del cine, entre el sueño paterno y mi gran ilusión, El festín de Babette y Los aristógatos develaban alegrías inusitadas.

FRAGMENTARIO Y ELOCUENTE

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

En alguna parte de El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé nos dice que “los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla”, y no es para menos, puesto que, en el afán de recuperarlos para el momento presente, no nos llegan del todo nítidos; en ese sentido, es preciso armarse de valor y emprender su escritura, a fin de recobrar su claridad y justipreciar mejor su presencia.

Consciente de esto, Claudio Isaac nos entrega un volumen de raigambre memorialista, en torno a un director de cine cuya obra sigue suscitando interés genuino que enconada polémica; en particular aquéllos de los cuales fue testigo. Bajo la forma del fragmento, Luis Buñuel: a mediodía nos presenta aspectos del cineasta solamente reservados al anecdotario o a la secrecía reservada a las amistades de carrera larga. Luis Buñuel era un hombre con un sentido casi sagrado de la intimidad. A pesar de que en estas notas me entrometo en algunos de los intersticios más privados de su vida, en espíritu he tratado de no traicionar su pudor.

INTENSIDAD E INMENSIDAD

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

Entre las notas que Albert Camus hizo para El primer hombre, encontramos la siguiente: “Habría que vivir como espectador de la propia vida. Para añadirle el suelo que le diera conclusión. Pero uno vive, y los otros sueñan tu vida”. Como recordar es un arte difícil, es preciso echar mano tanto de los propios recuerdos como de los sucesos y figuras que nos rodearon en varios momentos de la vida.

Luego de una enorme trayectoria artística, Miguel Bosé hace un corte de caja de una vida vivida al máximo y nos ofrece, en El hijo del Capitán Trueno, su particular recuento, donde relucen tanto sus orígenes familiares como algunas figuras señeras del arte y del espectáculo que le ayudaron a buscar su vocación y un camino que, con todo y el impasse de hoy día, todavía le restan muchas cosas por hacer.

A lo largo de casi quinientas páginas, nos adentramos en los primeros 25 años de vida del cantante, desde su particular nacimiento en tierras extranjeras, siendo hijo de un matrimonio también extranjero: el torero español Luis Miguel Dominguín y la gran actriz italiana Lucia Bosé, de quien abrevó la sensibilidad para el arte y la creación, campos diametralmente opuestos a la bravura y el arrojo del figura fue Dominguín.

El primer capítulo, a diferencia de una biografía convencional, no inicia con el nacimiento del biografiado, sino con una confrontación entre dos fuerzas de la naturaleza, es decir, sus padres, y del cómo dicha confrontación desataría -para bien, para mal- los sucesos que le darían vida y destino al intérprete de futuros éxitos como “Creo en ti”, “Sevilla” o “Aire soy”. Aún con esos vientos en contra, persiste un buen recuerdo: Por favor, que alguien me lo atesore siempre en la memoria, porque aquel era el éxtasis más absoluto, el más seguro de todos los refugios que tuve jamás. Aquel del que nunca hubiese querido irme.

Mientras sus padres se afanan en hacer y deshacer (“nunca hacer por hacer”, como diría una canción suya), al pequeño Miguel y a sus hermanas Lucia y Paola les llega una presencia fantástica, firme de obras pero grata de intenciones, que con el tiempo se volvió indispensable dentro de la familia González Bosé: Remedios de la Torre Morales, la victoriosa, oteaba los campos que poco a poco iban siendo devorados por las hoces […] Sabía quién tenía mejor brazo con la horca o mejor lomo para el fajado, y reconocería a cada quien en sus voces y cantos aunque se viesen diminutos. Ésa era su vida, pensaba masticando, la que siempre imaginó, la mejor del mundo, la más libre, a la que volvería. La que le correspondía por ley a la más pequeña de las hermanas y cuarta de cinco. Sin embargo, otras fueron sus faenas, porque al volverse La Tata de aquellos niños, hizo frente a sucesos adversos, así también les hizo más llevadera la vida, endulzársela un poco más de la cuenta. A medida que sabemos más de la tata Remedios, a ratos se cae en la cuenta de que merecería una novela propia, porque sus tareas de cada día tuvieron alcances épicos, acompañando a los chicos y a la propia Lucia Bosé.

Si por el lado de las mujeres, la Tata fue predominante en la formación del futuro cantante, bailarín y actor, digno es mencionar al pintor Pablo Picasso, a quien Bosé le dedica el octavo capítulo de El hijo del Capitán Trueno, que, dicho sea de paso, bien merecería su propia vida, con lomo y tapas. En dicho capítulo, da cuenta de su encuentro con ese coloso del arte contemporáneo, quien sostuvo toda la vida llegar a pintar como un niño; visto así, conocerlo le confirmó ese postulado. Para Miguelito, Pablo lo era todo y para Pablo, Miguelito era su pasión privada, su retorno a la infancia. Se olieron y de inmediato se reconocieron. A lo largo de los años fueron construyendo un mundo no apto para los que se empeñaban en crecer, divertido y pícaro.

Las amistades, como los grandes maestros, se heredan a fuerza de conquista, es decir, en acercarse a ellos y compartir, además del tiempo presente, las enseñanzas que logran darnos; con todo y que Picasso respetaba el temple de Dominguín (recordemos sus dibujos de tema taurófilo) y se prendía de la belleza el charme de Lucia Bosé, con Miguelito la conquista se dio por obra de la creación, de leer el mundo de otra forma, donde los límites sólo eran los de la imaginación, campo donde ambos llevaban franca ventaja. […] Cuando los niños crecemos y pensamos en las personas que formaron parte del entorno de nuestra infancia, las dividimos en dos: las que pasaban tiempo jugando con nosotros y las que no. A las primeras las recordamos con mucho cariño y a las otras con antipatía. Así de simple. Y lo que abundaba durante las visitas de los chicos Bosé -y la Tata, secretamente admirada por el pintor- eran muchos juegos, incluso los realizados con pintura y papel, aunque a la esposa (y dealer) de Picasso viera en ello nulo valor comercial.

Diametralmente opuesto en extensión, mas no en grato recuerdo, está el capítulo que Bosé le dedica al Dr. Manuel Tamames, figura “paterna”, casi abuelo, para él y sus hermanas; amigo a su vez del diestro y admirador (por no decir eterno enamorado) de la gran actriz, procuraba buenos acuerdos entre ambos y, a su vez, prodigaba cariño y grata estima a esos niños cuyo insólito destino era ser hijos de sus padres (permítaseme aquí la redundancia). Siempre del lado del más débil, se volcó con mi madre, una mujer extranjera socialmente lapidada, con tres hijos a su cargo, y probablemente sin futuro. Consideró que mi padre había actuado como un cobarde, sin el más mínimo honor ni hombría, y para él estaba muerto, aunque nunca le perdió su admiración en los ruedos. […] Manolo, don Manuel, el doctor Tamames y otros motes, fueron esa armada de ángeles de la guarda que en mi infancia marcaron la diferencia en el dar ejemplo y en la mejor calidad de cariño y afecto.

El hijo del Capitán Trueno nos hace no sólo espectadores de una vida (la de quien pensábamos ya saberlo todo, desde las revistas del corazón hasta los trending topic de años recientes), sino de una época en busca de sentido (pues la España que él recuerda seguía siendo la misma con Franco en El Pardo y los “grises” por las calles). Sin embargo, la avidez por hallar una identidad propia se consumó más allá de las fronteras, y de ello, da cuenta “Londres 73”, cuya travesía marcó un antes y un después en su carrera, donde tampoco le faltaron presencias necesarias en sus postreras búsquedas. (Mencionarlas todas es pecar de exageración -al menos, para estas líneas.)

Para el lector estándar de memorias y autobiografías, este volumen destella, de principio a fin, intensidad e inmensidad: de recuerdos escritos con una prosa fluida y de amor al detalle, de sucesos y figuras de alcances épicos más allá del recuerdo. Al igual que Leonard Cohen, Bob Dylan y su compatriota Santi Balmes (vocalista de Love of Lesbian), Bosé toma la pluma para compartirnos algo más de ese genio y figura apenas vislumbrados en sus canciones; al final del día, sigue el mismo destino que todo memorialista que se precie de serlo, resumido en sus propias palabras: Los recuerdos que son abordados, al principio, están rodeados de niebla, y penetrar en ellos es tarea delicada. Ninguno se resiste completamente en realidad, si quieres hablar de ellos. Pero, sí, todos quieren ser contados de la manera más ocurrente. […] Muchos de ellos, hechos para ser recordados sólo una vez, se desvanecen al ser escritos […].

Quede en ustedes, navegantes de la lectura, embarcarse en esta nave a prueba de tiempo, pero llena de gratos instantes. (¡Buen viaje!)

Miguel Bosé. El hijo del Capitán Trueno. México, Espasa, 2021.

 

@Cliobabelis

ESCALA DE GRANDIOSOS RECUERDOS

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

(Carta sobre el Auditorio Nacional para Carolina Soto Acosta)

Querida Caro:

Luego de disfrutar de un esperado concierto en el Auditorio Nacional (el cual te dejó maravillada de principio a fin), vinieron a mi mente toda serie de recuerdos sobre las veces que tuve la fortuna de visitarlo, sea ocasional o frecuentemente.

Mi primera escala en el llamado “coloso de Reforma” se dio de manera inusitada. Por febrero de 2008, mi madre me pidió que le acompañara a la junta pública de Neuróticos Anónimos, y a punto de darle una respuesta negativa, remató con un “habrá festival artístico” y ese No en la punta de la lengua se volvió un . Llegamos a la mera hora y justo nos acomodaron en la sección Luneta, para después escuchar a los conferencistas con atención. En cuanto éstos terminaron de exponer, se dio paso al espectáculo que me trajo hasta ahí. (“Ya se estaban tardando”, me dije.) El primer número de la tarde corrió a cargo ¡de Edith Márquez!, de quien sólo tenía el conocimiento de la canción “Mi error, mi fantasía”. Su repertorio incluyó canciones de la autoría de Marco Antonio Solís El Buki (“Si no te hubieras ido”) o de Jorge Avendaño Lührs (“Aire”, que me encantó de buenas a primeras, tan así que, a las pocas semanas, compré el CD que lo incluye, Memorias del corazón); durante más de media hora, las baladas y la nostalgia nos hicieron el rato. La segunda parte del espectáculo corrió a cargo de Los Horóscopos de Durango, el grupo de moda en cuanto al pasito duranguense. (Para serte franco, no era un grupo de mi predilección, pero sólo una canción no me disgustaba tanto: “Antes muerta que sencilla”, la cual sí tocaron, pero para cerrar su participación.) En cuanto terminó todo, mamá y yo emprendimos el regreso a casa, felices de haber aprendido y disfrutado de un suceso así.

Meses después, y en el marco del homenaje nacional a Carlos Fuentes por su cumpleaños número 80, se anunció la cartelera de actividades en torno suyo, desde mesas redondas acerca de su vida y obra, hasta lecturas dramatizadas de sus cuentos y novelas, y una conferencia magistral (“Cómo escribí algunos de mis libros”) en uno de los recintos más importantes de la Ciudad de México: el Auditorio Nacional, para variar. Un compañero de Letras en Acatlán me pasó un dato importante: debía acudir a taquillas y solicitar un par de boletos. Una vez que los tuve en mis manos, sólo me faltaba ver a quién invitaría. Mi opción ineludible fue Paulina, historiadora y amiga mía. El día de la conferencia nos fuimos en su vocho de batalla, Andrés, hacia el Auditorio y aunque llegamos algunos minutos tarde, apenas disfrutamos del pequeño recital del chelista Carlos Prieto a manera de antesala, y en cuanto ocupamos nuestros lugares en luneta (cero y van dos), el ilustre homenajeado salió al escenario, ocupó su atril y leyó el texto que había preparado para la ocasión. En cuanto Fuentes mencionó su novela Aura, quien esto escribe sacó del bolsillo de su chamarra un ejemplar de dicha novela para abrirlo en las páginas donde se hallaba el pasaje que el escritor leía en ese instante. Terminó la conferencia y el público le dio una ovación de pie, que duró más allá de dos minutos. En cuanto Paulina y yo salimos al vestíbulo del auditorio, nos encontramos al compañero que me pasó el dato, acompañado por una compañera nuestra, entonces novia y hoy esposa. Nos intercambiamos impresiones y prometimos comprar la edición conmemorativa de La región más transparente en cuanto ésta llegase a librerías de prestigio. Hecho esto, los cuatro emprendimos el regreso a casa.

Once meses después (octubre 2009), Paulina correspondió a mi invitación con otra; esta vez para la novena entrega de las Lunas del Auditorio, galardón creado en el marco del 50 aniversario del Auditorio Nacional que reconoce a lo mejor de los espectáculos presentados en México. Aunque ya sabía de dicha ceremonia por la tevé, acepté de buenas a primeras. Al día siguiente, y con algunas horas de anticipación, llegamos al auditorio; a medida que iba llegando la gente, se le acomodaba en los asientos: corrimos con la suerte de sentarnos en primer piso, pegado al barandal que lo separa de la luneta. Durante tres horas, y con un breve pero delicioso intermedio por parte de la Big Band Jazz de México, disfrutamos de los números musicales, entre otros invitados, de Yuri, Moderatto, Yanni, Babasónicos, el musical La novicia rebelde y un dueto que hasta ahora logré recordar: ¡Edith Márquez y María José! (Quién iba a pensar que mi primera y más reciente escala en el Auditorio se daría por obra y gracia de dos grandiosas cantantes…) Al término de la ceremonia, Pau y quien esto escribe prometimos volver para el año siguiente, cosa que no sucedió.

En 2013, y en plena efervescencia de las redes sociales, llegó la oportunidad que ella y yo estábamos esperando: las dinámicas para hacerse de boletos, que consistían, las más de las veces, en preguntas sobre la historia de las Lunas del Auditorio, desde ganadores en tal categoría como el talento artístico presentado en equis año. Por fortuna, me gané mi respectivo par, pero Pau no pudo acompañarme, así que resolví invitar a quien me llevó por vez primera al auditorio: mi mamá. Con todo y que nos acomodaron en el segundo piso, igual y disfrutamos del talento artístico de esa ocasión, desde Paty Cantú y Río Roma hasta Prince Royce y Los Ángeles Azules. (A decir verdad, mi mamá quedó maravillada con el orgullo de Iztapalapa, mientras que tu servidor no cabía de la emoción con la creadora de “Suerte” y “Clavo que saca otro clavo”.)

Desde aquella edición de 2013, se dio de manera involuntaria una “tradición” cada vez que asisto a las Lunas: ir con invitada diferente. En 2014, Paulina y quien esto escribe disfrutamos tanto del musical Wicked y el regreso de Caifanes como el emotivo dueto de Rosana con Jesús Navarro de Reik; en 2015, con mi arquitecta de cabecera, Sofía, vimos cómo Paul van Dyk levantaba al público de sus asientos, pasando al momento alegre con la presencia de las Ha-Ash y como suele pasar año tras año, un dueto emblemático: Ana Torroja y Ximena Sariñana con “Un año más”. Para 2016 (año en que los boletos me llegaron de forma providencial), Mónica, internacionalista que laboraba en Nestlé por ese tiempo, se maravilló con Margarita la Diosa de la Cumbia, mientras éste que lees se llenó de energía con sendos duetos: Marlango y Caloncho (“Dinero”), Miguel Bosé y Fonseca (“Bambú”).

En 2017, mi invitada de esa ocasión apareció horas antes: Celina, historiadora y amiga, quien, al saber de la participación de Carlos Rivera, no se lo pensó dos veces y ya me estaba esperando en las escalinatas del Auditorio. Para deleite suyo, vio a Juanes y a Mon Laferte; para el mío, Timbiriche y Morat, y ambos gozamos bien y bonito del dueto que Carlos Rivera hizo con Lila Downs. Al año siguiente, el agua de azar me concedió la dicha de obtener no dos, sino cuatro boletos, con los cuales me llevé a Lupita (arquitecta y amiga de Sofía, del 2015, y vecina nuestra, por cierto) y a Mónica (Ibero girl, con todo y su novio de aquellos días). Y para el grupo pasado de heterogéneo que formábamos, un elenco igual o hasta mejorado: desde La Internacional Sonora Santanera y La Arrolladora Banda El Limón hasta Sofía Reyes, Edith Márquez (cero y van tres), Café Tacvba y Fey. (Las sorpresas de la noche: el dueto de Yuri con Matisse -¡Lupita estaba eufórica!- y la aparición de Love of Lesbian, cuyas canciones no dejan de acompañarme… incluso en el momento en que escribo estas líneas.)

Con todo y este hermoso historial de escalas en el Auditorio Nacional, lo mejor estaba por venir y el 2019 no estaría exento de sorpresas. En febrero, un colega y amigo de Acatlán me obsequió un boleto para ver a Joan Manuel Serrat en su gira Mediterráneo Da Capo, lo cual me llenó de inmensa alegría, porque la música de Serrat me acompaña desde siempre, cuando mi mamá ponía sus canciones en el estéreo que teníamos en casa. Para enfatizar esa dicha, dos amigos míos, padre e hijo, también de Acatlán, también fueron al concierto. Terminé con lágrimas en los ojos casi al final, porque esas canciones, directa e indirectamente, son la banda sonora de momentos espectaculares. (“Hoy puede ser un gran día” me devuelve el recuerdo de mi gran amiga Rosalía, y es mi favorita de todas sus canciones, ya sabrás por qué.) En septiembre, volví acompañado por Berenice, donde presenciamos el regreso de Caifanes, cuyo concierto le sirvió para cerrar ciclos. (Primera vez que estuve de pie todo el espectáculo. No lo vuelvo a hacer…) El martes 10 de diciembre, cerré la temporada con Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, acompañado por mis colegas de Acatlán. Y, claro, las Lunas de aquel año no podían faltar: la suerte me obsequió cuatro boletos, pero sólo Rebeca, abogada y vecina de cumpleaños (once días después del mío), acudió a la cita. Aun así, persisten en la memoria Ana Torroja, Enrique Guzmán y Kalimba, Pandora y Natalia Giménez, Río Roma y el musical Jesucristo Superestrella (donde La Josa hace una María Magdalena de antología).

Por sucesos harto conocidos (y todavía dolorosos), el Auditorio Nacional quedó en silencio, hasta hace algunos meses, cuando reabrió sus puertas. En cuanto me enteré de la visita de Joan Manuel Serrat, en el marco de su gira de despedida, hice todo lo posible por conseguir boletos. Y sí, lo logré, y ese momento se me hizo genial compartirlo con la hoy doctora Berenice en mayo pasado… y mis amigos de Acatlán, un poco a la distancia. Y como “las mejores cosas llegan para quien sabe esperar”, en abril nos llegaron buenas noticias para ambos: la visita de Love of Lesbian, para el 14 de octubre, y la nueva fecha de María José, para el 26 de mayo; como en esta última fecha volaron las localidades en menos de quince días, la vida nos tenía reservada una nueva, sobre la cual tendrás más cosas que decir.

En fin, querida Caro, todavía te quedan muchas cosas por vivir en el Auditorio Nacional. Ojalá y luego de leer estos recuerdos (con los que paro por ahora, porque me podría extender más de la cuenta) te animes a tener los tuyos, sola o en compañía, porque quien va al Auditorio una vez, vuelve siempre: una escala de grandiosos recuerdos ya espera por ti. Que tus nuevas andanzas así lo confirmen.

En espera de nuevas coincidencias, recibe mi cariño, admiración, agradecimiento y el fuerte abrazo de

Ulises Velázquez Gil

P. D. Mira lo que son las cosas: por estos días el Auditorio Nacional cumplirá 70 años. (Vaya manera de celebrarlos ¿no crees? Chapeau!)

 

@Cliobabelis

LEGADO DE VERDADES

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

Cada vez que leo un libro de memorias y autobiografías, siempre me hace mella aquella frase que Raymundo Ramos consigna en su conocido estudio y antología: “Recordar es un arte difícil”. Y no es para menos, porque en el empeño de hacer corte de caja de toda una vida, suelen aparecer otros recuerdos que pudieron revocar una postura irrebatible, o atenuaron una polémica entonces férrea y furibunda. De cualquier manera, volver a conocidos sucesos y figuras refrenda nuestro propio vaivén de vida.

Después de dos volúmenes de índole memorialista, Emmanuel Carballo (1929-2014) da cierre a esa etapa con otro similar, en apariencia fragmentario, pero que añade, sazona o refrenda algo de lo dicho previamente: Párrafos para un libro que no publicaré nunca, que se compone por 96 textos, entre ensayos, cartas y notas al vuelo sobre escritores, libros e instantáneas personales de un escritor que ejerció, férreamente, el oficio de la crítica, con todo y altibajos.

De 1953 a 2011 -fechas del primer y del último texto, respectivamente-, se da cuenta del proceso (también del progreso, cabría notar) de un escritor frente a su oficio y del cómo éste le atrajo aciertos que fallas, pero aprendizajes constantes por encima de todo. Desde hace unos cuantos años algunos de los poemas escritos en México se me caen de las manos. Sobre todo si se trata de los escritos por nuestros poetas recién llegados. Casi todos ellos (poetas y poemas) inducen a jugar a los acertijos. Lectores y críticos, al leerlos, nos convertimos en vulgares eruditos de heráldica. A primera vista, nos parece que Carballo hizo una radiografía puntual de la poesía de cuño reciente, pero al checar el año de escritura, se descubre -no sin sorpresa- ¡que es de 1953!, lo que nos lleva a pensar que no hay nada nuevo bajo el sol… por ahora.

Como ocurrió con su Diario público (volumen intermedio entre Ya nada es igual y el libro que ahora nos ocupa), se pasa revista a la vida cultural de México en décadas recientes, con la salvedad de que estos párrafos vienen a matizar nociones expuestas con antelación, o también para develar su otra cara, no tan halagüeña que digamos. Encuentro esta dualidad de miradas en “Las dos muertes de Martín Luis Guzmán”: Qué paradoja para los críticos en blanco y negro que un hombre ganado por el sistema sea, en el fondo de sí mismo, un iconoclasta, un disidente y un escritor de protesta. Cuando el hombre pacta con el gobierno, el escritor enmudece. A partir de ese instante, la literatura deja de tener sentido, razón, alas. Aunque Carballo no deja de reconocer la genialidad de uno de sus grandes maestros -cuya mención se prodiga al vaivén de las páginas, digno es resaltarlo-, sí le echa en cara su posterior significación. (Al final del día, su obra le sobrevive…)

Una peculiaridad de estos Párrafos… es la alternancia de pequeños ensayos (que nos remiten a sus Notas de un francotirador) con cartas dirigidas a distintos corresponsales (de José Lezama Lima y Julio Cortázar hasta familiares y amigos) e inclusive dos que tres anotaciones sobre el oficio de la crítica, por parte de un implacable y respetado exponente. Y lo más sorprendente, descubrir que aquellas consejas siguen más vigentes que nunca. Cada generación en cuanto obtiene la credibilidad que le dan las obras trascendentes publicadas por sus miembros lo primero que hace es modificar la lista de los escritores sobresalientes que redactó la generación en retirada a la cual va a sustituir. Quita a algunos viejos para colocar a algunos jóvenes talentosos. […] Al crítico le corresponde poner orden, ser el cronista de un momento (o de varios momentos sucesivos) de la literatura de un país. […] El verdadero crítico cuando madura aprende a mirar amigos y enemigos como autores a secas, en unos casos más capaces y en otros menos talentosos; lo demás es lo de menos. (En tiempos donde los dictados del gusto se someten al capricho del hype, es necesario atender comedidamente la preceptiva de un crítico con hartas horas de vuelo, que hoy en día echamos en falta.)

Una vez que llegamos a la última página de este libro, cabe la siguiente pregunta: ¿por qué Carballo es enfático en decir que no publicaría estos párrafos? Ante dicho cuestionamiento, me viene a la mente el escritor Emil Cioran y la decena de cuadernos que dejó a su muerte, bajo la instrucción de destruirlos, y en los cuales el franco-rumano escribió cosas sólo reservadas para la secrecía o el descargo personal, y que, dichas a las figuras allí mencionadas, multiplicaría los, de por sí, bastantes malentendidos.

No dudaría ni un ápice que también pase lo mismo con Carballo, con la salvedad de que muchas de sus apreciaciones y juicios sólo confirmen la perspectiva adquirida en lecturas anteriores. En este ejercicio de autocrítica, me viene a la mente el Pro domo mea que Jean Meyer publicó a tres décadas de su obra capital, La Cristiada, a guisa de ajuste de cuentas o, quizá, como justa valoración del camino andado. A lo largo de cincuenta y tantos años he tratado de ser fiel a mí mismo y congruente con las ideas en las que sustenté y sustento mis tareas como escritor y hombre preocupado por sus compatriotas. […] Supongo que a las personas como yo la historia oficial nos juzgará con simpatía. Quisimos cambiar el mundo y no pudimos.

Con Párrafos para un libro que no publicaré nunca, Emmanuel Carballo cierra una trayectoria de ímpetus críticos, así también la de participante de una época pródiga en expresiones y en lecturas, ambas susceptibles de justipreciarse y después colocar sucesos y cosas en el lugar que les corresponde: legado de verdades a la espera de hallar a su destinatario. Por la procedencia variopinta de los textos, encuentro cierta afinidad con los que Fernando Fernández nos comparte en su blog, de nombre Siglo en la brisa, donde ensayos de breve extensión y notas al vuelo se suceden con franqueza y fidelidad, entre la celebración y el aprendizaje constantes, cualidades dignas de un escritor comprometido con la página de cada día.

La última -de muchas palabras- queda a disposición de ustedes, de principio a fin. (Que así sea.)

Emmanuel Carballo. Párrafos para un libro que no publicaré nunca. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Dirección General de Publicaciones, 2013 (Memorias Mexicanas).

 

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MEMORIA CON PRISA

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

En alguno de sus Párrafos para un libro que no publicaré nunca, Emmanuel Carballo nos dice que “el memorialista lo sabe todo, únicamente tiene que recordarlo, arrebatándoselo al olvido: así goza de nuevo sus viejas vivencias y experiencias”. Para el caso del cronista, no basta recordar las cosas, sino serle fiel al espíritu que le corrió en suerte vivir; sin embargo, cuando destella una buena pluma, ambas circunstancias hacen las paces y el efecto es más impactante.

Consciente de su tránsito por ambos mundos, José Ángel Leyva nos entrega sus Anacrónicas, donde la memoria se hace escuchar, pero la persistencia de los hechos le conserva su aura de inmediatez. Diecinueve textos que van de sucesos y figuras del mundo cultural -territorio nativo del autor, a primera vista- hasta dar cuenta de la realidad que se escapa de nuestras manos, tanto en el buen como en el mal sentido: de la (mala) influencia del narco a la inverosimilitud del Torito.

La primera sección del libro se compone de tres entrevistas con figuras únicas en su tipo, en cuyo nombre llevan el sino de una vida llena de altibajos; aunque sus tribulaciones los llevan a sopesar un poco más su lugar en el mundo, a los tres les une el contacto con la creatividad: […] La creación es libertad, si no, no es nada. Atreverse a hacer algo que antes no existía, porque la palabra libertad es a la vez una palabra hueca, vacía, desgastada, que sólo puede adquirir sentido en el hacer (Vlady). […] Descubrí que hay un universo de otras cosas que sí puedo hacer, comer y saborear. Aprendí a darle estabilidad a mi vida, a dominar mi carácter. No se puede modificar el destino, lo que sí se puede es conocer los complejos y dominarlos. Uno no elige el destino, el destino lo elige a uno, y aunque se haga todo por negarlo, tarde o temprano nos encontrará (Santero).

Para la segunda parte de Anacrónicas, nos encontramos con figuras un poco más afines al autor, es decir, colegas de pluma y afanes, que prodigan ingenio y genialidad por los cuatro costados. Un Nicanor Parra que ejerce sus cualidades de buen anfitrión, incluso cuando persiste un reclamo sobre el uso de su imagen; a Edmundo Valadés y su memoriosa imaginación; a Rafael Ramírez Heredia, figura y “espontáneo” frente a las lides de la vida diaria, así como el recuerdo de dos poetas excepcionales -Lêdo Ivo y Juan Gelman (vuelto cuentista por obra y gracia de un taxista)-, y hasta una genealogía de bolsillo, plasmada en su texto sobre los Evodio Escalante, padre e hijo, paisanos al fin. Evodio Escalante Vargas, referente inevitable para quienes evocamos un Durango utópico. No el que vivimos, sino el que remorimos cada día esperando cambios, noticias, señales de un porvenir acorde a los deseos, misterios de rumbos ajenos ligados a los nuestros. Evodio era un receptor de tales signos.

Líneas más adelante, el recipiendario de aquellos signos terminará siendo -¡oh, milagro de la genealogía!- su hijo, también tocayo y homónimo. Es duro para un poeta ser crítico de sí mismo, pero lo es más para un crítico ser poeta. En ambos casos la complacencia es el enemigo a vencer. Evodio es implacable con la obra ajena porque existe un manifiesto amor por la belleza, una exigencia irrestricta de perfección y de congruencia.

El tercer apartado es, a su vez, deuda y homenaje hacia un país de sus grandes afectos: Colombia, presente a través de colegas y amigos, así también sus tribulaciones y pesares al saberla cautiva de la violencia -de la realidad, por así decirlo-, evidente en “Colombia, la cruel felicidad” y “El Guaviare. ¿Dónde comienza La Vorágine?” Con “El poeta con un tiro en la cabeza” se engarzan tanto los ya mencionados como aquellos dedicados a Juan Manuel Roca y a Jotamario Arbeláez, porque la poesía se torna territorio inmune a la realidad. Su nombre es Fausto Ávila y su vida transcurre, paradójicamente, en la desolación que impone su invalidez. Es poeta, pintor y víctima de la violencia que ha dejado estelas de sufrimiento en el pueblo colombiano. […] Su humor era punzante y rápido. Cuando todos salieron a buscar bebidas, él pidió una cerveza sin alcohol. En un medio etílico la solicitud parecía un chiste. Pregunté por qué. Él sonrió con discreta amargura y respondió sin afectaciones: “Porque tengo una bala en la cabeza”.

Respecto a la cuarta y última escala de Anacrónicas se manejan dos registros: la tragedia y el humor. Del primero dan cuenta “Ciudad Juárez, entre el miedo y la esperanza” y “Déjà vu 19-S”. Una aclaración necesaria: aunque la tragedia es el hilo conductor (la situación de violencia en esa ciudad fronteriza, la reincidencia de las fechas en un suceso que cimbró -literalmente- a la gente que lo vivió de lejos muy cerca), hay un dejo esperanzador que nos devuelve a la conciencia de tales sucesos. (El miedo atávico por los temblores sigue, como también el dejarse alcanzar por la violencia fronteriza…)

Sobre “Superbarrio: un pueblo, una máscara” y “Una estancia en El Torito”, asistimos a un pintoresco desfile de personajes donde, aparentemente, se pueden reflejar taras como obsesiones. Un ídolo de la lucha libre que eligió un pancracio más intenso, el de la militancia política, aun sin perder su peculiar semblante: […] La lucha como espectáculo y como crítica, como escenificación de una pelea contra los problemas que agobian al pueblo, a la sociedad en general […]. Del ambiente plasmado en el segundo texto, salen a relucir sujetos interesantes que se vuelven, a lo largo de 36 horas -más lo que se acumule por amparos de cuestionable procedencia- en hermanos de infortunio. Cuando me contaron el caso de una amiga muy respetable y tímida a la que recluyeron en El Torito […], no me entraba en la cabeza cómo alguien de su edad y se rango intelectual fuera consignada a tales separos. […] El caso es que me acaba de suceder. Si en ella me parecía absurdo, en mí era inimaginable.

(Paréntesis aparte: Por la manera en que Leyva pinta a los “huéspedes” del Torito, me recuerda a aquellos que Álvaro Mutis plasmó en su Diario de Lecumberri, con la salvedad de que los compañeros del narrador de dicha crónica sí podían salir de tal embrollo. Inevitable sentir simpatía por el peleonero de Iztapalapa, el Nicolás Alvarado con uniforme o hasta por los Manolín y Capulina de petatiux…)

Con todo, acercarse a estas Anacrónicas (“cuya fuerza radica en el sentir y resentir de lo cotidiano”, a decir de Cathy Fourez, en el prólogo que antecede al conjunto) nos recuerda el deber que tenemos como contadores de historias, inclusive las ajenas que se vuelven nuestras por el simple hecho de contarlas, de hacernos partícipes de sus andanzas y hasta de sus tribulaciones, donde al final del día persistan el recuerdo y el aprendizaje. (Memoria con prisa, después de todo.)

Para quienes estamos al tanto de la obra de José Ángel Leyva, encontramos en este flamante volumen la pericia de sus libros de entrevistas, pero también su prístina misión de ganarle al tiempo todas las batallas habidas y por haber mediante el ejercicio de la poesía, de no dejarle nada al olvido.

De la permanente inmediatez de este libro, sabrán ustedes qué hacer. (Así sea.)

José Ángel Leyva. Anacrónicas. Prólogo de Cathy Fourez. México, Fondo de Cultura Económica, 2021 (Letras Mexicanas).

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VIDA ENTRE CANCIONES

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

En alguna parte de Alexis o el tratado del inútil combate, dice Marguerite Yourcenar lo siguiente: “Estamos atados por tantas ligaduras al lugar en que hemos vivido que nos parece que al alejarnos será también más fácil alejarnos de nosotros mismos”. Cuando una vida, sin importar su propio cauce, se ve orillada a dejar su lugar de origen y de residencia, hay sucesos y figuras que, por un lado, nos incitan a dar el siguiente paso, o también, por otra parte, a desistir de hacerlo y quedarse en el mismo punto. Si en algo se distingue sobremanera la literatura es en materializar esas posibilidades, siempre y cuando en aras de contar una historia y significarse con ésta de alguna manera.

Con Esto no es una canción de amor, Abril Posas se avienta a explorar ambas opciones y nos entrega una primera novela donde el quid no reside en lo que viene por delante, sino en las cosas y los casos aún presentes, mientras se toma una decisión definitiva, inclusive cuando se opte por un golpe de timón y la vida dé un giro de 180 grados.

Dos sucesos son importantes para su protagonista, Romina: la relación con su madre y la inminente desintegración del grupo musical del cual forma parte, Los Incómodos, cuya variopinta alineación se dedica a tocar covers, aplicando aquella consigna comercial de “al cliente lo que pida”. Las señales de este derrumbe continuaron de forma sutil, pero contundente, escalando en los años que siguieron. Por ejemplo, el corazón ya no se me aceleró con la misma intensidad cuando anunciaron el nuevo sencillo de mi banda favorita, sobre todo porque los músicos que sigo ya están muertos o en giras interminables de sus grandes éxitos. […] sé que no quiero novedades, sólo que me confirmen que lo que sentí hace diez o veinte años significó algo en verdad.

Para un grupo dedicado al oficio de cantar letras ajenas, la expectativa de la novedad es algo opcional, sin embargo, esto mantiene a raya cualquier inquietud propia; unirse a una común empresa sólo por complacer al público que pide (y no deja de pedir) siempre la misma canción. Anto, Yanni, Alejandro y Gonzalo son los compañeros con los que Romina comparte tanto el repertorio de “viejas confiables” como los afanes propios que buscan otros escenarios a modo. Por separado podrían describirnos como ”en potencia”, aunque tenemos la suerte de que juntos no se note tanto que estamos un poco rotos y apenas podemos mantenernos de pie con cada set que armamos. […] casi nadie nos pregunta de dónde venimos o cómo nos encontramos. A veces me gustaría contármelo, sólo por el gusto de comprobar que todavía lo recuerdo.

En alguna parte de una canción reciente de Love of Lesbian (cuyo “Club de fans de John Boy” figura en algún setlist de Los Incómodos, por cierto) dice que “la nostalgia siempre deja frágil”. Así como la protagonista añora -por así decirlo- aquellos días de versiones y presentaciones suicidas frente un público inmisericorde, también hace lo propio con su madre, cuya ausencia resuena en los recuerdos y en las canciones que persisten dentro de su memoria, como podemos ver en el capítulo 0 (a guisa de prólogo para la novela, como si se tratase de una película o de la edición especial de un álbum con grandes éxitos de ayer, hoy y siempre). Era el primer día de nuestras vacaciones de verano de 1995. No sabíamos que sería el último. Tampoco sospechábamos que trece años después, así como intentó adelantármelo, la enfermedad regresaría. Sólo que en esa ocasión la que iba a pavonearse no sería mi madre, sino la muerte.

Cada vez que la presencia de su madre sale a relucir en conversaciones familiares (a las que Romina llega subrepticiamente), se queda pensando en cómo ella sobresalía del resto de sus hermanas, qué la diferenciaba entonces; y con la música que escuchaba se podía marcar esa diferencia. Me encuentro enfrascada en una pelea entre las canciones con las que crecí de niña y las que conocí por mí misma en los 90, así que el algoritmo de mi reproductor debe estar haciendo cálculos de mis mezclas. No son duras, no me he perdido todavía en las garras de una cumbia, pero ya estoy presa en las redes de un poema. (¿Brecha generacional, acaso?)

En el proceso de aceptar tanto la separación como la ausencia, Romina acepta que lo único seguro en la vida son las canciones que llevamos en el playlist de nuestros recuerdos, incluso si éstos no fueron del todo halagüeños. Mi único consuelo es que más tarde […] olvidaremos cualquier tipo de cicatriz, nueva o antigua, con las canciones que nos hicieron llorar y con las que nos salvamos la vida.

Con todo, en Esto no es una canción de amor persiste aquella idea de Marguerite Yourcenar de que son tantas las cosas que nos unen al lugar donde se reside, y por más que se busque el alejamiento, el repertorio de vivencias nos recuerda el vaivén de una vida entre canciones, tercamente vivida de principio a fin. Aunque a primera vista esta novela de Abril Posas sorprenda por su brevedad, no así con su cuidada prosa y el detallado diseño de sus personajes, con los cuales es ineludible identificarse (para bien, para mal); con un libro de cuentos y desde ahora, una novela, nos encontramos frente a una escritora muy comprometida con su oficio de narrar y de serle fiel a la historia que desea narrar desde el fondo de sí.

En ustedes queda reconocerlo de buenas a primeras. (Que así sea.)

Abril Posas. Esto no es una canción de amor. Guadalajara, México, Paraíso Perdido, 2020 (Taller del Amanuense, 55).

 

@Cliobabelis

Galería 2

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