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Un bosque flotante

PARA TEJER LA MEMORIA

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

Una de las cosas que hacía el escritor tabasqueño Andrés Iduarte, cuando se planteaba escribir sobre México desde el extranjero, es dejar que el prisma de la distancia pasara sobre el texto para que éste lograra su objetivo, sin que la nostalgia se excediera más de la cuenta. Si la distancia geográfica le ayudaba en la hechura de grandes páginas sobre México, la distancia temporal es de gran ayuda en cuanto a la literatura se refiere.

Después de transitar entre nubes y de buscar el misterio en el álgebra de las cosas, Jorge F. Hernández vuelve a territorios harto conocidos, donde la memoria toma la palabra (literalmente) para contar su propia historia. En ese sentido, con la aparición de Un bosque flotante se realiza a cabalidad esa condición.

Tercera novela dentro de una sólida obra (pero la primera meramente autobiográfica), Un bosque flotante cuenta la infancia y la adolescencia del autor, donde la convivencia diaria con dos idiomas suscita la búsqueda constante e una identidad que encuentra en la escritura su lugar ideal: […] me sé de memoria el bosque de mi infancia. La geografía de otro idioma. Un lugar que se ubica perfectamente en los mapas. El lente sale del satélite y baja según el vértigo que le quiera imprimir con las yemas de los dedos hasta el punto exacto donde permanecen intactos los recuerdos de una vida.

En dieciséis capítulos conocemos el crecimiento (biológico, emocional y familiar) del protagonista, al habitar dos mundos/lenguas, cuyo espíritu se entrelaza a medida que las palabras salen al encuentro con su madre, en trance de recobrar su memoria. De vez en cuando mi madre decía perro o nube, claveles o chocolate como si narrara en voz alta lo que veía entre todos los árboles verbales que se le cruzaban por la mente. May hablaba solamente en español, porque los otros idiomas que hablaba de joven, los números de sus contabilidades y muchos nombres de su pasado en México se habían perdido en la amnesia. Yo iba aprendiendo inglés y español en constante traducción con la muchacha o con las primeras palabras de su hermana, pero no entendía el vacío.

En esa alternancia de idiomas se puede entender el porqué de los títulos que reciben los capítulos de toda la novela, sin importar si los significados o las traducciones se vean dispares a primera vista. Esta condición ocurre en dos capítulos, específicamente: “Waters of chance. Agua de azar” y en “Write about life. Escribir de vivir”. Para el primero, un suceso extraordinario tanto en la vida de May como en la del niño George/Jorge crea un lugar de indisoluble visita por la narrativa del autor: el agua de azar y del cómo ambos elementos afianzan enlaces inusitados que se concretan en buenos recuerdos o como coincidencias inútiles, según sea el caso. Quizá porque a May se le fueron llenando sus cuadernos de números, a mí también me dio por soñarlos. Soñar con números como si bautizara cada árbol, sumándolos de camino al colegio y luego restándolos de vuelta, y no que me volviera bueno para las matemáticas -como al parecer le pasaba a May-, sino propenso a una necia numerología donde intentaba encontrarle sentido a todo, incluso en sueños del bosque convertido en números.

Sobre “Write about life. Escribir de vivir”, y en aras de explicar esas coincidencias numéricas y de incorporar las palabras de la lengua perdida de su madre, el joven protagonista tiene uno de los encuentros más espectaculares de su vida; gracias a su padre, conoce a un joven escritor que le muestra las ventajas de transitar dos lenguas, como dos países, en justo equilibrio de fuerzas. Carlos Fuentes venía caminando entre los estantes interminables de la biblioteca más grande del mundo. […] Me dijo que vivía de lo que escribía, que estaba navegando una novela inmensa y que se sabía de memoria dónde estaban los libros de no sé qué tantos escritores que mencionó repitiendo en perfecto inglés pedazos de su prosa. Luego bromeó con mi papá como si estuvieran en Tepito, con el español cantadito de la Ciudad de México y me firmó un libro suyo. […] Yo pensaba que en español se oye bien vivir para escribir, escribir de vivir, que no es lo mismo en inglés. Write about life puede conjugarse con right to live, live to write o writing is life.

En cuanto a la fuerza expresiva de esa última frase (writing is life), dos elementos importantes del país llamado infancia de Jorge F. Hernández son su encuentro con Mrs. Elaine Grabsky, maestra de primaria que le ayuda a sobrellevar mejor sus afanes y empeños bilingües, y el bosque de Mantua, donde ocurren las grandiosas aventuras del niño George/Jorge: A floating forest, un bosque flotante que oscilaba siempre por encima del tiempo. El bosque encantado de Hansel y Gretel donde ninguno de los niños teníamos que ir dejando migajas para volver a casa, porque lo sabíamos leer de memoria, lo llevamos grabado en los párpados. Lo intento escribir en dos idiomas, lo pienso porque lo recuerdo, porque no lo pienso olvidar.

Cuando el autor vuelve a Mantua, por obra y gracia de la escritura, de cierta manera transita por el mismo sendero que llevó a Salvador Elizondo a Elsinore, a efecto de recobrar una dicha lejana, donde la música y las amistades a prueba de bala pueden soportar, incluso, los vaivenes del tiempo, y a guisa de grato ritornelo, una canción de James Taylor: […] lo que yo quería con esto era dejar saldada la cuenta de los dos idiomas, además de dejar constancia de la lenta pero segura recuperación de la memoria de mi madre que viví como infancia. […] lo que yo quiero escribir es una digresión del bosque de mi propia memoria donde se confunden todos los colores de una psicodelia a gogó que va de The Beatles a Led Zeppelin, pasando por Janis Joplin y Lynyrd Skynyrd.

A lo largo de Un bosque flotante resulta grato encontrarse con “viejos amigos”, es decir, sucesos, personas y cosas ya vistas en obras anteriores de Jorge F. Hernández. En “Waters of chance. Agua de azar”, por ejemplo, hay ecos de “Eight Seven Three”, preciada joya de El álgebra del misterio, donde la epifanía numérica de May (muy en la onda del filme A beautiful mind) y la guía cordial de Mrs. Grabsky, le hacen descubrir el envés de las cosas, o como decía el joven clásico, de decir de otro modo lo mismo, […] como si escribiera lo que quieres que lea la maestra con su voz y que te ayude alguien a que se entienda en español. Así también, que las aventuras de Don Quijote de la Mancha lleguen hasta México-Tenochtitlan, por la pluma de Bernal Díaz del Castillo; inusitada fusión que con el correr de los años se volvería espejo de historias donde el hubiera no tenga problemas de conjugación, y la materia de los sueños pueda construir otros escenarios en las nubes.

Con todo, Un bosque flotante es la novela más personal de Jorge F. Hernández, por mostrarnos una época gloriosa de su vida (con altibajos, claro está), donde las palabras de sendos idiomas afianzan un puente de historias en espera de contarse; para tejer la memoria que, por momentos, intenta escaparse de las manos. Al igual que en sus novelas anteriores, se cumple con una deuda de cariño hacia una ciudad entrañable, tales los casos de Madrid (La Emperatriz de Lavapiés), la Ciudad de México (Réquiem para un Ángel) y, a partir de ahora, Washington, D. C.: matria vuelta novela.

Si por cuestiones cronológicas esta novela debió escribirse primero, el prisma de la distancia, siguiendo la idea de Iduarte, le dio el momento justo, y con la siguiente justificación: “Mientras más se vive, mientras más lejos se vive, más se aprecia su ternura, su delicadeza, su sonrisa, su prudencia, su cortesía de adentro, del alma”.

Quede en ustedes adentrarse por este bosque, intrincado e interesante, pero nunca exento de gratas maestranzas. (Así sea.)

Jorge F. Hernández. Un bosque flotante.  México, Alfaguara, 2021. (Narrativa Hispánica)

 

@Cliobabelis

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