ME ACUERDO…

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

(A Tania María de Jesús, por desatar los hilos de la memoria…)

Me acuerdo de la primera vez que vi mi propia imagen en un calendario de bolsillo, a manera de obsequio por parte de un estudio fotográfico.  

Me acuerdo que acompañaba a mi madre a las oficinas del ayuntamiento, donde mientras esperaba que le atendieran de volada, me daba vuelo paseando por los jardines, mientras esperaba el milagro de que me comprara una bolsa de galletas que allí vendía una joven monja.

Me acuerdo de la radio nocturna que ponía mi padre camino al hospital y pasar por mamá, al término de su jornada de trabajo. Del pop de Estereo Joya a la programación guapachosa de La Tropi Q, el viaje siempre llevaba una banda sonora espectacular.

Me acuerdo que, en casita, se escuchaban canciones de Alberto Cortez, María Dolores Pradera y Joan Manuel Serrat, que, secretamente, me inocularon la poesía. (Ello se nota en los primeros poemas que escribí… Hoy perdidos, ¡por fortuna!)

Me acuerdo de Las mil y una Américas, por la cual supe de la existencia de los pueblos originarios de este continente, y por medio de la imaginación (acompañando a Cris y Lon), hasta formar parte de la vida cotidiana de grandes civilizaciones, desde los olmecas y mexicas hasta los mayas y los incas. (Aquel niño de entonces nunca se imaginó volverse explorador, con el correr del tiempo, mediante la lectura y la convivencia con historiadores. Uno de ellos, llamado Miguel León-Portilla.)

Me acuerdo de las ceremonias de los lunes en la primaria, donde un esbozo de declamador y un actor en potencia se dieron vuelo, bajo los avatares del corregidor Miguel Domínguez, un cómico cantinflesco y un mini Juan José Arreola de Las Arboledas.

Me acuerdo de la sonrisa de una querida compañera, cuyo sacrosanto nombre es el sino de un recuerdo persistente, mágico y milagroso por mera agua de azar.

Me acuerdo del Álbum de México, de Luis González y González, que mi maestra inolvidable de primaria le pidió a mi hermana (cuando la tuvo en su grupo); por un descuido en la logística, no alcanzó a llenarlo, y al ver mi interés en él, me lo obsequió. Años después, la siempre inolvidable Rosalía Velázquez Estrada me dio el ejemplar de su hija Ximena, que no pasó de la primera entrega. (Gracias al sobre de su hija, llené el álbum de mi hermana.)

Me acuerdo de Armida de la Vara, autora de muchos textos del libro de Lecturas de la SEP, cuya buena impronta dejó en decenas de generaciones durante la educación primaria. (Hoy sé de su portentosa obra narrativa, y de la acuciosa lectura y corrección de los textos de su esposo, referido líneas arriba.)

Me acuerdo del Café Tokio, en San Luis Potosí, donde cené con mis abuelos paternos, a mitad de camino entre Guanajuato y Nuevo León.

Me acuerdo del juego de mesa Maratón, donde salía airoso con las preguntas relacionadas a científicos y próceres, pero embarrado en cuanto a personajes de caricaturas, películas y deportes.

Me acuerdo de una chica de la secundaria que me hacía volar bajo; irradiaba rebeldía por los cuatro costados, y ello la hacía muy atractiva. (Desde ahí, me daría cuenta de que los amores que comparten la misma colonia no suelen ser del todo halagüeños…)

Me acuerdo de mis primeros libros comprados en el súper: un diccionario español-francés, la biografía de Frida Kahlo escrita por Rauda Jamis, y El valor de educar de Fernando Savater. Mi diccionario hoy duerme un sueño indefinido junto a otros ejemplares, mientras que el volumen savaterino ocupa -con todo y autógrafo- un sitio de honor, junto a Emil Cioran e Italo Calvino. (¿Y la biografía? Easy come, easy go…)

Me acuerdo de una corbata color guinda, con estampado de rombos, que usé en la misa de generación de primaria; misma que complementó mi atuendo de preparatoriano (también de salida generacional), y que hoy día duerme el sueño de los justos, doblada y dentro de un cajón.

Me acuerdo de la filipina de enfermero que usé a modo de piyama, una vez que regresaba de la secundaria y me duchaba al mismo tiempo que veía el noticiario del canal 13.

Me acuerdo de la programación nocturna del radio, donde Memories of Green de Vangelis y Lonely shepherd de Zamfir eran la banda sonora de muchas noches de insomnio.   

Me acuerdo de la máquina de escribir Olivetti (modelo Lettera y comprada en la Tienda del ISSSTE de Lomas Verdes), con la cual mecanografié varios poemas ajenos, que reuní después, bajo la rusticidad del engargolado, en una primera antología.

Me acuerdo de la primera vez que visité la Biblioteca de México, en la Ciudadela, en cuya hemeroteca me di a la tarea de leer lo primero que encontrara; de esa ingenua curiosidad, supe de una maravillosa escritora llamada Esther Seligson, y de las raras gemas sólo reservadas a gambusinos del anaquel.

Me acuerdo de las estaciones del Instituto Mexicano de la Radio, que no dejan de acompañarme en esta vida. (De la Radio Rin de mi infancia a la señal de prueba con que nació Horizonte 108, el IMER no deja de volverse querencia radiofónica.)

Me acuerdo de Sleeping satellite de Tasmin Archer, a guisa de música de fondo cada que visitaba la Casa del Libro en Tlalnepantla; y también de mis primeros libros de poesía comprados ahí: la Poesía lírica de Sor Juana Inés de la Cruz y los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, en las ediciones de REI; Hora de junio y Práctica de vuelo de Carlos Pellicer, de Lecturas Mexicanas, y Claridad errante de Octavio Paz, en Fondo 2000.

Me acuerdo de un programa televisivo de concursos, Apantállame, donde tuve la fortuna de participar; mi presencia comprobó a cabalidad que la cultura y los espectáculos pueden convivir en franca armonía, sin prejuicios de ningún tipo.

Me acuerdo de una larga caminata -y en línea recta- desde la Calzada México-Tacuba hasta el Palacio Legislativo de San Lázaro; más que prueba de resistencia y de velocidad, fue un peregrinaje hacia la memoria y el futuro. (Nunca me imaginé volver tan pronto a aquellos lugares visitados durante ese trayecto…)

Me acuerdo de los viajes al interior del Metro, junto a mi mejor amigo de la preparatoria; sus antologías en cassette y mis lecturas de Vicente Quirarte fueron nuestras cartas de navegación.

Me acuerdo de un martes, cuando asistí a un curso sobre arquitectura en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en el marco de la exposición sobre Ricardo Legorreta; al salir de la sesión, sin pensarlo, entré a El Colegio Nacional, donde se realizó el homenaje a Beatriz de la Fuente, insigne integrante y la primera mujer en ingresar a sus filas.

Me acuerdo que asistí a las conferencias de José Emilio Pacheco, Fernando del Paso y Enrique Krauze en El Colegio Nacional. Después de mis clases en la carrera, escuchar a figuras eminentes compartir sus conocimientos afianzó mi fe en las Humanidades.

Me acuerdo de mi primer separador de libros, obsequiado por mi maestra inolvidable, cuyo pensamiento allí impreso se resume en una sola palabra: especial. (A partir de ahí, persiste una interesante colección…)

Me acuerdo del billete de Lotería Nacional alusivo a los 40 años de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, que compré para subirme al tren de las dinámicas en redes sociales para ganarme un paquete de libros. (No tuve suerte con aquel obsequio, pero obtuve a cambio la satisfacción de participar en los videos conmemorativos… y un doble reintegro en el expendio aledaño a la FES Acatlán, que se volvió reintegro en bucle con el correr de las semanas.)

Me acuerdo de las (únicas) dos canciones que me fueron dedicadas: A quien decidiste amar de Sandoval, y Ordinary world de Duran Duran.

Me acuerdo de que Georges Perec, Joe Brainard, Marcello Mastroianni y Margo Glantz tienen textos similares bajo el ritornelo de la frase “Me acuerdo…”, a quienes suscribo en intención como en invención.

Me acuerdo de aquella compañera de la preparatoria, que confió ciegamente en un aprendiz de escritor (obnubilado, en ese entonces, por la osadía de la juventud), y que, pese a diferencias irreconciliables, sigue como lectora a distancia de estas líneas.

Al final del día, siempre habrá algo que se vuelva digno de acordarse, de volver a aquel instante que nos dio destino y sentido, donde, después de todo, sigue más que vigente aquella sentencia proferida por Elena Garro en Los recuerdos del porvenir: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”.

@Cliobabelis

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