EXTRAÑEZAS Y EXTRAÑAMIENTOS

Escrito por Ulises Velazquez Gil el . Posteado en La Marcha de las Letras

Ulises Velázquez Gil

(A Rocío Paulina, hoy en su cumpleaños…)

 

Extraño aquel radio despertador (comprado por mis padres en su viaje de bodas a La Paz) que llenaba de sorpresas y de alegría tanto las desmañanadas rumbo a la escuela primaria como los desvelos dominicales, donde La Hora Nacional daba lecciones de historia y de civismo.

Extraño las escapadas al cine Ópera con mi padre, luego de acompañarlo a sus reuniones del sindicato en Serapio Rendón; dentro del cine, entre el sueño paterno y mi gran ilusión, El festín de Babette y Los aristógatos develaban alegrías inusitadas.

Extraño los expendios de Lotería Nacional con su gritoncito de porcelana frente al exhibidor de series y de cachitos a la espera de un nuevo comprador, ávido de jugarse la ilusión o hasta la quincena entera.

Extraño las tardes frente a la tevé, destellantes de caricaturas, y su oleada de videoclips al caer la noche. De los Thundercats y Las aventuras de Marianne al blanco y negro cinematográfico de “El siete de septiembre” de Mecano y la panorámica de la Ciudad de México (previa a los drones) presente en “Tormenta de verano” de Lucía Méndez.

Extraño la sonrisa de mi compañera de toda la primaria, que vuelve a la memoria una vez que cierro los ojos y en su rostro se conjugan alegría, esperanza y generosidad.

Extraño de la secundaria la pasión por Pablo Neruda que mi profesora de español me contagiaba en alguna charla posterior a sus clases.

Extraño los miércoles de la secundaria, cuando compraba Teleguía y Eres. La primera, para revisar los horóscopos de Chela Bracho, mientras que la segunda, para confirmar esa pasión por Mónica Naranjo y su cabello bicolor. (Al final del día, todo terminaba en Géminis, como quien esto extraña…)

Extraño las visitas al Ayuntamiento de Tlalnepantla, en cuyo departamento de información a estudiantes la sabiduría y el buen humor del encargado me dio mis primeras lecciones de poesía al minuto, es decir, para improvisar un poema de ocasión.

Extraño aquel tianguis de libros, frente a los antiguos cines de Valle Dorado, donde me hice de mi primer libro de Elena Poniatowska, un manual de astrología y las memorias de Armando Manzanero, como inicio de una biblioteca, hasta la fecha, interminable.

Extraño mi primera pluma fuente, una Pentel de manufactura francesa, con cuya tinta azul esbocé una tercia de incipientes sonetos; nunca supe entender de qué iba su complicidad, hasta el momento en que se terminaron los cartuchos y un mal cuidado la alejó de mis manos.

Extraño la doble función de cine dominical por el Canal Once, sin mayores pretensiones que disfrutar de una buena película, sin comerciales ni cortes informativos de por medio.

Extraño El Rebusque de Eje Central, donde además de curiosear libros que no podía comprar, redescubrí a Enya, por obra y gracia de su álbum recopilatorio. (Hoy día, Only if me devuelve la esperanza al momento de enfrentarme a la página -en este caso, la pantalla- en blanco.)

Extraño la caja de galletas con paisajes de México impresos al interior de la tapa; su sola imagen ya te hacía viajar hacia aquellos lugares, donde el mejor de todos los viajes comenzaba desde el momento en que se degustaba alguna galleta.

Extraño a mi voceador de Paseos del Alba, en Cuautitlán Izcalli, a quien compraba con puntualidad el Unomásuno, Tiempo Libre y El Chamuco, una vez que salía de mis clases en la preparatoria.

Extraño las reuniones cumpleañeras en el Jekemir con mis compañeros de Letras Hispánicas al salir de clases en la FES Acatlán, donde deshacíamos mundo y medio, en espera de comprendernos mejor como generación a la deriva, luego de que aquel paro del ’99 nos arrebató la primavera, el verano, el otoño y hasta el invierno.

Extraño aquel portafolios color guinda, donde a fuerza de terquedad metía el equivalente a medio paquete de hojas (de reciclaje), tres libros -dos para consulta y mi lectura del momento-, una botella de agua y hasta algunas galletas que me volaba de las mesas redondas.

Extraño las escapadas a San Ildefonso todos los martes, de acceso gratuito, donde disfruté lo mismo de la época de Carlos V que de las obsesiones de Fernando Botero y hasta la genialidad proteica de Ricardo Legorreta.

Extraño las conferencias en la Academia Mexicana de la Historia, que me hacían llegar más temprano de lo habitual, encontrar buen lugar en primera fila y hasta con un poco de suerte, charlar con el conferencista minutos antes de su disertación (tal y como me pasaba con Jean Meyer), o de obtener su firma en algún ejemplar propio o ajeno (que ocurría seguido con Álvaro Matute).

Extraño los viernes por la noche en La Escondida de Satélite, acompañado por la flota de Acatlan City, y entre cubatas con Matusalem y la famosa torta de la casa, escuchar a polemistas de ocasión y, de cuando en cuando, suscribir sus perspectivas o añadir algún dato curioso. Todo ello, mientras el sonido ambiental lanza a quemarropa canciones de Rocío Dúrcal, José Alfredo Jiménez, Juan Gabriel y Joaquín Sabina -inevitable cantarlas a voz en cuello, sin duda.

Extraño las conversaciones periféricas con dos historiadoras muy queridas; de San Ángel a Echegaray, las canciones de Mylène Farmer y Alizée, los colegas admirados y queridos, y tantas esperanzas en la bolsa, hacían de aquel recorrido un paseo digno de la épica más edificante.

Extraño la Feria del Libro del Palacio de Minería, en cuyos pasillos siempre me encontraba a colegas y amigos, de quienes sigo aprendiendo. (Dos reencuentros quedarán siempre pendientes: Minerva Margarita Villarreal y Álvaro Uribe.)

Extraño encontrarme a mi vecina contadora, con la esperanza de resolver todos los malentendidos que se suscitaron en semanas recientes, y retomar, si la vida lo decide, aquella amistad con canciones de La Josa, billetes de lotería con el signo Acuario y una postergada promesa de llevarla a las Lunas del Auditorio, porque se merece eso y más.

Extraño, desde hace tres marzos, ver los rostros de la gente que pasa por las calles, en el transporte público, los andadores de mi facultad y hasta en los pasillos del súper. El buen fisonomista que solía ser se ha perdido en el tiempo… y hasta en la memoria.

Extraño una copa de vino rosado Diamante, en el Café de Tacuba, junto a Ella, cuya mirada me recuerda que los mejores milagros de esta vida se hacen con persistencia, confianza y generosidad. Pronto volveremos a nuestras calles del Centro Histórico, allí donde solíamos gritar. (Y conste que no es canción de Love of Lesbian…)

Todos estos extrañamientos, al momento en que los rescato en este lugar, se vuelven extrañezas, para la memoria que insiste en volver a mis ojos, a las manos que urden estas líneas. Después de todo, y como dice la canción, “Todos mis mejores recuerdos vuelven claramente a mí, e incluso me pueden hacer llorar”. Y así me quedo.

 

@Cliobabelis

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